I– El primer
encuentro
A
través de los cristales únicamente divisaba oscuridad. El metro se deslizaba
velozmente a través de las entrañas de Madrid.
Otro
día más y allí estaba, sentada en el suelo del metro junto a las puertas del
vagón, desde donde podía divisar todo el panorama. Me encantaba observar a la
gente durante el trayecto hasta la universidad.
Era
un trayecto rutinario y conocía a la mayoría de la gente que me acompañaba en
él. Aún así, únicamente tenía algo de contacto con Alberto, el mendigo que se
había adueñado del vagón y que nos alegraba las mañanas con el sonido de su
flauta. Un buen hombre, consumido por la edad y por las circunstancias de una
vida difícil.
Como
todos los días, el anciano se acercó hasta mí y se sentó a mi lado.
—Buenos
días, Leah —me susurró con una voz tosca y profunda.
—Buenos
días, Alberto, ¿cómo se presenta la mañana?
—Pues
como todas, hija, como todas… —suspiró y cerró los ojos con pesadumbre. Era un
hombre capaz de despertar ternura en el más frío de los corazones.
Me
acerqué más a él y le apreté la mano. Agradeció el gesto y me devolvió una
sonrisa sincera. Los ojos, camuflados entre el pelo alborotado y aquella barba
canosa y enmarañada, se le iluminaron
—Pero
tengo una buena noticia para ti, verás… —Sacó la flauta de su funda y se la
colocó en los labios—. Está escrita especialmente para ti, Leah, mi compañera
de vagón. —Me guiñó el ojo mientras comenzaba a
soplar suavemente a través del instrumento.
Las
notas fluyeron dulcemente a lo largo del vagón. Era una melodía lenta, preciosa, digna de un gran artista.
Las miradas de los presentes se dirigían
hacia nosotros y cuando Alberto concluyó la sonata, una algarabía de aplausos
inundó la estancia.
—Es
Maravillosa. Muchísimas gracias, Alberto.
—Todo
es poco para ti, mi bella muchacha. —Me sonrió y se levantó con dificultad,
continuando con su labor, tocando el instrumento y dedicando miradas pícaras a
las mujeres del vagón.
—Adulador…
—mascullé entre dientes mientras me reía por lo bajo.
A
través de megafonía se anunciaban las sucesivas paradas y una corriente humana
entraba y salía a través de los compartimentos del metro. Menuda rutina.
Los
ruidos de pasos apresurados, gritos, risas, se fundían con las notas
prodigiosas de la flauta de Alberto.
Una
anciana leía un periódico mientras seguía el compás de la música con los pies.
Un hombre alto y bien vestido, con pinta de abogado o algo por el estilo,
miraba constantemente su reloj mientras resoplaba sonoramente. A su lado,
meciéndose lentamente en su asiento, una niña fijó la vista en mí. Le devolví
la mirada y apenas se inmutó. Era una joven de unos seis años, muy guapa, de
cabellos cobrizos y grandes ojos verdes. Parecía la Típica muñeca de
porcelana perfecta, podría decirse que
tenía un aspecto casi irreal. Llevaba puesto un vestido bastante raro, con un
montón de volantes y puntillas.
Se
mecía al compás de la música y a pesar de que su mirada se dirigía hacia mí,
parecía ausente, traspuesta, como en
otro mundo.
De
repente su expresión cambió y torció el gesto en una mueca de dolor, mientras
pataleaba insistentemente.
¿Qué
le pasaba?
Comencé
a sentirme incómoda y carraspeé, tosiendo levemente, para llamar su atención.
Nada.
El
resto de la gente presente en el vagón parecía no darse cuenta de lo que sucedía. Incluso cuando comenzó a sollozar
repetidamente, nadie alzó la cabeza para mirarla.
Me
levanté y me acerqué hasta ella.
—¿Estás
bien?, ¿Qué ocurre? —Coloqué mi mano sobre su hombro. Al instante me miró y de
repente soltó un grito inhumano que hizo que me tambalease hacia atrás y cayese
al suelo.
—¡Leah,
Leah!, ¡despierta! —susurró Alberto mientras me zarandeaba—. ¡Te has quedado
dormida y te has saltado tu parada!
Abrí
los ojos bruscamente.
—¿Dónde
está la niña? —balbuceé entre jadeos. Miré a mi alrededor y me di cuenta de que
todos me estaban observando. Noté como mis mejillas se sonrojaban al instante.
El asiento que ocupaba la extraña niña
estaba vacío.
—¿Qué
niña? ¡Leah espabila! Te he dicho que estabas dormida.—Alberto me zarandeó
nuevamente, esta vez con más energía, y
me devolvió a la realidad.
—¡Madre
mía! ¿Cuál es la siguiente parada? ¡Voy a llegar tarde a clase!
Me
levanté torpemente del suelo y me agarré a una de las barandillas. ¡Qué
vergüenza! Las miradas de los presentes en el vagón confluían sobre mi persona.
Pocas veces me había quedado dormida en
el metro.
Cuando
llegué a la universidad, la clase ya había comenzado. Llamé despacio a la
puerta y esperé una respuesta.
—Adelante.
Blanca,
la profesora de Historia, me miró con el ceño fruncido.
—Lo
siento, el metro se ha retrasado… —le mentí, mientras me sentaba en mi mesa.
Blanca
asintió con la cabeza, pero me dedicó una mirada que dio a entender que aquello
no me lo creía ni yo.
La
profesora continuó la clase y cuando tan solo llevaba quince minutos en ella comencé
a encontrarme mal. La cabeza me dolía y me daba vueltas.
Apenas
podía concentrarme en la explicación. La imagen de la niña con la que había
soñado en el metro estaba demasiado presente en mi cabeza.
No
podía creer que hubiese sido un sueño, juraría que lo había vivido.
Había
tocado el hombro de aquella niña. Era tan real. Estaba caliente. Recordaba el
breve tacto del vestido que portaba contra mi mano. Y aquel grito, la expresión
de su rostro… Un escalofrió me recorrió el cuerpo.
—Oye…
–Me sobresalté. Ahí estaba Anna, mi mejor amiga, agarrándome del brazo—. Tienes
un aspecto malísimo, estás pálida… ¿te encuentras bien?
—Sí,
tranquila. –Le sonreí—. Es que estoy algo mareada, apenas he dormido esta
noche, pero no es nada.
Anna
me devolvió la sonrisa. Era mi mejor amiga
desde que tenía uso de razón. Siempre había estado a mi lado en los
momentos buenos y malos. Habíamos compartido tantas experiencias y estábamos tan unidas que nos dolía incluso
cuando permanecíamos separadas un par de días.
Con
el tiempo llegamos a desarrollar una especie de vínculo mágico,
siendo capaces de detectar cuando algo iba mal.
—Ya…
—carraspeó y me analizó con la mirada.
Anna tenía los ojos de un color miel profundo,
ocultos tras los cristales de unas gafas de montura gruesa y cuadrada. Era
morena, con el pelo rizado, algo encrespado y, normalmente, recogido en una
trenza despeinada, adornada con unas cuantas trencitas de colores. Alta y de
complexión fuerte, la verdad es que éramos
bastante diferentes. Yo, en cambio, era bajita, apenas le llegaba a Anna
por el hombro, y bastante delgada. Con el pelo liso hasta los hombros y de un
color rubio pajizo, regalo genético debido al origen inglés de mi padre, y
aquel flequillo largo y desfilado que enmarcaba mi rostro afilado. Lo más
destacado de mi físico podría decirse que eran mis ojos. Los heredé de mi
abuela. Ojos verdes esmeralda y grandes, quizás demasiado grandes para mi cara,
ya que era bastante fina, lo que me daba aspecto de estar en alerta todo el
día.
—Estoy
bien. Te lo aseguro.
—¡Tsssh!
Silencio, por ahí atrás —chilló la profesora, mientras nos dirigía la más dura
de las miradas.
A
la salida de la universidad me apresuré hacia la parada del metro. No tenía
ganas de hablar con nadie y menos con Anna, no quería preocuparla y la verdad
es que me encontraba verdaderamente mal. Seguramente habría pillado la gripe
que rondaba al acecho aquellos días.
—¡Leah!
¡Espera un momento! —No conseguí huir. Anna se dirigía hacia mí agitando los
brazos de forma exagerada.
—¿Se
puede saber qué te pasa? Has estado callada durante toda la clase y ahora ni
siquiera eres capaz de esperarme.
—Lo
siento Anna, creo que estoy enferma… me parece que he pillado la gripe —me
disculpé, incapaz de mirar a mi amiga a los ojos. Nunca había tenido secretos
con ella, pero contarle que estaba preocupada por un sueño me parecía demasiado
absurdo.
—Ah,
genial. ¿Y por eso te marchas sin decirme nada?
—Ya
te he dicho que lo siento.
—Está
bien. No podías haber elegido peor día para ponerte mala. —Me miró de manera
suspicaz. Evidentemente esperaba que le preguntase sobre la razón por la que
aquel día no era el indicado para caer enferma.
—A
ver… ¿Qué pasa? —Le complací.
Una
sonrisa iluminó su rostro.
—¡Alec
está aquí! —pronunció aquellas palabras con gran emoción y esperó a ver la
reacción de mi rostro.
El
corazón me dio un vuelco. Alec…
Alec
era el hermano de Anna y el amor de mi vida. Más bien amor platónico. Llevaba
enamorada de él desde los seis años,
cuando me defendió en la escuela de un grupo de matones. Desde aquel día se
convirtió en mi héroe. Pensé que sería cosa de tiempo el llegar a olvidarle, que solo se trataba de un capricho
de niña pequeña, pero los años pasaron y Alec se instaló en mi corazón de forma indefinida.
Obviamente él no sabía nada.
Manteníamos
una relación normal. Podría decirse que ni siquiera éramos amigos. Simplemente
éramos conocidos.
Yo era para él, únicamente, la mejor amiga de
su hermana.
—Ah…
¿Cómo así ha vuelto? Estará sólo de paso...
¿no?
Me
quedé en blanco. No sabía que decir. Anna me miró algo nerviosa.
—Sí.
Llegó anoche. Dijo que solo se quedaría aquí durante esta semana.
A
los veinte años Alec tuvo una especie de crisis de ansiedad. Comenzó a tener
visiones raras y a hablar de cosas extrañas y sin sentido. Tenía pesadillas
todas las noches.
Los
padres de Anna pensaron que se estaba volviendo loco. Y, por eso, le llevaron a
los mejores médicos del país. Aún así su hijo parecía no tener cura.
La
crisis persistió y Alec cayó en el mundo
de las drogas.
Sus
amigos y conocidos nos veíamos impotentes, incapaces de ayudarle, de sacarle de
ese mundo de sombras en el que estaba inmerso.
Se
confinó en su habitación y no salió de allí en meses.
Con
el tiempo la crisis comenzó a remitir y Alec volvió a tener contacto con el
mundo exterior.
Parecía
volver a sonreír. Y un día confesó a sus padres que durante aquellos meses de
internamiento había conocido a una chica
por Internet.
Le
había devuelto la ilusión de vivir y, sobre todo, lo más importante, había
conseguido que las pesadillas y las
visiones le abandonaran para siempre.
La
chica en cuestión vivía en Rumanía, por lo que Alec decidió irse a vivir allí.
Ingresó en una universidad de prestigio y comenzó a estudiar arqueología.
Siete
años después la última noticia que tenía de él era que se había casado y que
era tremendamente feliz.
Solía volver
a Madrid esporádicamente a visitar a su familia y normalmente no
permanecía allí más de una semana. Esta vez era más de lo mismo, una visita
rutinaria. Aún así yo no había sido capaz de volver a verle en ninguna de sus
anteriores visitas y Anna era consciente de que me moría por hacerlo por mucho
que me doliese.
—Había
pensado que igual te apetecía verle…
Dejó
caer las palabras que yo estaba esperando.
Le
sonreí.
—Me
encantaría.
Me
olvidé por completo del dolor de cabeza y de los mareos. Y, por supuesto, de la niña de mi sueño y comencé a seguir a
Anna de camino hacia su casa.
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